UNA EXTRAÑA VENTANA
EN LA CABEZA DE UN ALFILER
Los ojos de todos los hombres tienen
fijas las miradas en un horizonte imaginario y falso, en este ficticio escenario
creemos estar en el inmensurable y verde campo, y aun así lo divisamos detrás
de una ventana que se crea en nuestras mentes, con unos barrotes que se
atraviesan al paisaje, y en donde todo lo que es libre está por fuera.
Por eso nos embelesamos al ver lo
que miramos, aunque no lo notemos, mientras tanto pasa el tiempo y con él pasa
el momento de todos, el mío o el nuestro y no nos importa, gira la tierra y
giramos con ella, en el mismo instante que nuestros ojos no se apartan de mirar
por esa ventana inventada, que es como una claraboya extraña, pequeña,
blindada, impuesta y aceptada de por vida, en la que por momentos alcanzamos a
divisar la otra vida, la exuberante y bella, la que es libre, la salvaje, la
violenta, la exultante, para que mientras la miremos, lamentarnos y sufrir por
nuestra propia extraña existencia, ajena a lo que vemos.
Es así como afuera el imponente
samán se ve impotente ante el viento que lo mece, que lo tuerce, pero es libre
y se siente vivo al mecerse.
También está el árbol del pan, que
extiende sus ramas por el espacio que sus hojas descaman, mientras que el
pequeño cocotero emerge del tupido follaje como un nadador saliendo del agua.
Los naranjos y limones viven en
permanente fiesta, y lo demuestran con sus continuos y olorosos azahares,
mientras tanto el pasto crece avasallante e insultante, no le importa lo que
hay alrededor, igual piensa la maleza que lo acosa.
Mientras tanto, en el mango sus
frutos cuelgan como güevas al sol, igual les pasa a las guayabas, igual le
ocurre al mamón.
Los pájaros pasan volando de rama
en rama, no importándoles que estas sean de un matarraton, un nacedero, un
ficus, un papayo, un chiminango, un chamico, una sandía o un melón, que les va
a importar, pues cada hoja o cada tallo son su mundo inconsecuente,
inconsciente, inocente, donde siempre viven libremente.
Vemos también a las mariposas
pasar flotando por el aire, y de repente poner huevos en las hojas de los
árboles, para allí pasar de un ciclo a otro, transmutándose de huevos a larvas
y de estas a gusanos como si fuera algo fácil de igualar; igual ocurre con los
raudos y veloces murciélagos, que al volar furtivamente van tragándose a las
moscas o comiéndose las frutas que no estaban duras porque son maduras, o como
sucede con los rechonchos sapos que se van llenando de sabrosos bichos mientras
se lamen los ojos con cada insecto tragado en esos fugaces instantes.
Sentimos igualmente al odiado zancudo que pica
sin descanso, chupando sangre como un pequeño Drácula, o al chinche pretensioso
que, aferrado a la hoja de una planta cualquiera, aspira y chupa savia como un
desmedido drogadicto.
Al mismo tiempo, observamos a las
repugnantes, pero a la vez limpias moscas, esas que volando van tras los
cadáveres insepultos o tras los residuos de lo que haya quedado de comida esparcida,
quienes como por arte de magia también se transforman en otras cosas, entonces auscultamos
y observamos, simultáneamente, a las cucarachas que van por todas partes y a las
hormigas constantes que día y noche incansablemente trabajan por su nido.
Estando solos, muy solos, cantan
a toda hora los guaduales, cada vez que los mece el viento, cada vez que los
moja el cielo, pero mojados o zarandeados le cantan con alegría a la vida
siendo libres, a la vida eterna y constante, esa que nunca toma partido ni sentido
ante los ojos de la conciencia humana que los analiza, la misma que nunca tiene
el tiempo ni la inteligencia para disfrutar, ya que está ocupada intentando
avasallar sin comprender a los distintos, a los diferentes, a aquellos tipos de vida que le acompañan y le
complementan su estadía en este extraño mundo, el planeta al que tampoco ha
podido entender.
Y mientras todo esto pasa, la propia
vida humana no puede sustraerse al hecho de sentirse subyugada por la de
algunos individuos locos, ansiosos de ser más eternos que la eternidad,
desesperados por dejar huellas con sus moles, con sus inmensas obras, así todo esto
conduzca a llevarse por delante la esencia de la vida existente.
Por eso en una noche cualquiera,
cuando en el campo el ganado muge y los gallos cantan, mientras que a lo lejos
se escuchan los perros ladrar; paralela y paulatinamente en las ciudades los
hombres lloran por lo que quisieron hacer y no pudieron, gimen por lo que
quisieron cambiar y no lograron, sufren porque quisieron manipular y dominar al
mundo y se encumbraron con ello sobre un montón de insensibles cuerpos, que no son
otros que los mismos seres que no se dan cuenta de lo vivos que están y lo
perdidos que se encuentran.
El paisaje del hombre, por todo
esto, es limitado en un sentido, pero a la vez es inconmensurable en los otros,
qué paradoja y qué ironía, que por un hueco en la pared se alcance a divisar al
mundo, es como entender que en la cabeza de un alfiler se resuma toda la vida y
la muerte que rebullen en el universo.
Creemos que todo en este extraño
mundo es pequeño, milimétrico, micrométrico, nanométrico, como lo es el hombre
ante la naturaleza inmensa, ante el inconmensurable cosmos, o ante el universo
anverso de lo que nuestros ojos ven, o frente a lo que nuestra mente cree y a
lo que quiere ser.
Entonces se comprende todo, que, aunque
haya hombres que lo sueñen todo, que todo lo imaginan a su idea y a su modo, que,
aunque haya países que se engañan solos, creyendo ser ellos la verdad del todo,
al final fracasaran al no entender que en ese todo sin el resto no son nada.
Es por eso que nos ilusionamos al
creer que comprender es fácil y entender también, pero saber es muy difícil,
tanto como saberse vivo alrededor de un universo que crece sin comprenderse a
sí mismo, porque, aunque hoy existan más verdades entre el sol y la tierra,
como existen tantas mentiras entre el hombre y su conciencia, quien sufre al
final las consecuencias, para desgracia de todos, es nuestra propia naturaleza.
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