LOS
TAMARINDOS
Tengo en una ventana de mi casa dos árboles de
tamarindo, y en ellos,
como ejemplo de mí desvarío, se confunden la cruda
realidad y la alegría de unos sueños.
Cada
mañana, cuando les veo, los imagino unos días contentos y en otros sin
fundamento,
pues en sus imágenes de frondosidad se diluyen las sombras de un
intento atemporal, aquel que como un sueño retoña en cada amanecer, imaginándolos crecer junto al paisaje más hermoso, para luego padecer la cruda
realidad de verlos perecer como peces sin oxígeno en un acuario olvidado, que
son sus sendas materas de barro, donde les construyo una ilusión, un sueño, o
quizás son un simple deseo unido a una férrea terquedad de quererlos hacer
parte de mi ficticio horizonte.
Entonces, las veces que creo sentir la tristeza que los
embarga, me hacen soñar, sin embargo, yo que no soy dueño de la verdad, ni de la
mía ni la de ellos, cuando por instantes idealizo esa verdad, en ella de nuevo ellos cobran vida y les invento otra historia, en la que se transforman en
majestuosos árboles, donde darán sombra a mis otros sueños e ilusiones perdidas
en medio de los cantos que dan las aves y las cigarras que los habitan y visitan, y en
ese campo imaginario, en el que con mis manos voy sembrando los retoños de tantos
deseos perdidos y olvidados, se me van los días y la vida.
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