COMO JUGANDO
APRENDEMOS A PERDER
Enterrada, a
la vera del destino humano, se encuentra la alegría de vivir la vida como tal, pues
ha sido convertida ésta, a los golpes del mercado, en otro juego de vídeo, en
donde se busca una utopía, o en el remedo de unos ilusos que, como insulsos
arlequines, ya no hacen reír a nadie.
Dicen que por
eso, derrengados sobre la facilidad de la violencia, además que siempre ha sido
más fácil destruir que construir, los humanos se insensibilizan del dolor ajeno
generación tras generación, porque ahora desde niños crecen jugando a cercenar
contrarios, a arrasar selvas y montañas para matar sin odio al rival de turno, donde
cada uno de esos da cien puntos, llevándose de plano en esos juegos a la
naturaleza como un ejercicio natural y aceptando como sus entornos normales las
junglas de cemento con las ventanas de grueso cristal en las que viven todos
por igual; hoy la muerte del otro hace parte de un escenario más en la realidad
virtual, que en la mente de los niños y los jóvenes de hoy se volvió algo trivial.
Pero llegar
a mencionar que esta locura se debe detener, es atentar contra esas leyes de
ese tal mercado, el que convirtió al humano en un simple idiota útil del
engranaje de un juego miserable, en donde el único objetivo es la alegría individual
a costillas de la tristeza general, que cuando termina el juego, a ese hipotético
jugador se le dan mil puntos, y con los algoritmos acumulados también le dan
derecho a repetir, mientras tanto, durante su juego, desaparecen del planeta
cien especies, pero eso no le da puntos a nadie.
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